En la evolución de las empresas y sus filosofías operativas, vemos un reflejo de cómo nuestra sociedad ha cambiado su enfoque, desde una mentalidad arraigada en la estrategia militar (la guerra y el caos) hasta una perspectiva más centrada en el ser humano (el orden y la paz interior). Tradicionalmente, muchas metodologías empresariales derivaban de tácticas de guerra y estrategias militares, como se refleja en el concepto de VUCA (Volatilidad, Incertidumbre, Complejidad, Ambigüedad), originado en los colegios de guerra de Estados Unidos. Este enfoque simboliza una visión del mundo donde el triunfo y la supervivencia dependen de superar al enemigo en un entorno de constante conflicto y competencia.
Sin embargo, estamos siendo testigos de un avance significativo hacia una cosmovisión más humana y empática, ejemplificado por el surgimiento del concepto BANI (Fragilidad, Ansiedad, No linealidad, Incomprensibilidad). A diferencia de su predecesor, BANI nace de un entendimiento más profundo de la naturaleza humana y de la sociedad, proponiendo una interpretación del mundo que considera la complejidad emocional y psicológica del ser humano.
En la década 2020-2030, uno de los enfoques más cruciales será precisamente este: el bienestar y la salud del ser humano. Pareciera que muchas organizaciones actuales están diseñadas bajo un sistema que, repentinamente, promueve el deterioro de la salud física y mental de sus empleados. Desde la glorificación de la “agilidad” y la velocidad por encima de todo, hasta la falta de tiempo para una inducción adecuada, pasando por largas horas de trabajo sedentario, agendas llenas de reuniones y la normalización del estrés, estamos presenciando un modelo operativo que necesita una revisión urgente.
Estos patrones de trabajo no solo aumentan el riesgo de problemas físicos como lesiones de columna y cervicales, sino que también tienen un impacto profundo en la salud mental, manifestándose en estrés generalizado, insomnio, y en casos extremos, suicidios e infartos en los entornos laborales. Todo esto plantea una pregunta inquietante: ¿hasta dónde debemos llegar para reconocer la necesidad de un cambio?
Este momento histórico nos invita a reflexionar y reconsiderar la forma en que estructuramos nuestras organizaciones. Se hace imprescindible adoptar un enfoque más humano y sostenible en la gestión empresarial, uno que priorice el bienestar de los empleados y reconozca que la verdadera agilidad y productividad no pueden florecer en un terreno erosionado por la negligencia y el descuido de lo más fundamental: el ser humano en su integridad.
Este énfasis en la optimización del tiempo se ha convertido en una especie de culto en el entorno laboral contemporáneo. Las estanterías de las librerías se arquean bajo el peso de innumerables libros y artículos dedicados a esta cruzada contra el desperdicio del tiempo. La tecnología, siempre en sintonía con las tendencias del momento, no se queda atrás: la App Store de Apple ofrece casi 200 aplicaciones diseñadas para maximizar cada minuto del día laboral, desde gestores de tareas hasta cronómetros de eficiencia.
Sin embargo, el confinamiento mundial nos enfrentó con una realidad incómoda: nuestra obsesión colectiva por la productividad y el temor al tiempo “desperdiciado”. Durante este período, actividades como sesiones de ejercicio maratonianas frente al sofá, preparar recetas con ingredientes bio, consumir una interminable lista de series “para estar al día”, o inscribirse en cursos de idiomas, se convirtieron en la norma. No hacer nada, simplemente estar y aburrirse, se volvió casi un tabú, una violación de las normas no escritas de una sociedad capitalista no consciente que repudia cada segundo no productivo.
Este fervor por la productividad y la eficiencia revela una faceta interesante de la psique laboral contemporánea. En un mundo donde el tiempo se equipara con dinero y éxito, su gestión se ha convertido en una habilidad crucial, casi una obsesión. La eficacia se ha transformado en un valor supremo, y el tiempo no aprovechado se percibe como una oportunidad perdida, un pecado capital en la ética del trabajo moderno.
Sin embargo, en esta búsqueda incansable por la productividad, a menudo olvidamos cuestionar el costo humano de esta obsesión. ¿A qué renunciamos en nuestra búsqueda de la eficiencia máxima? ¿Cuál es el impacto en nuestra salud mental, en nuestras relaciones y en nuestra capacidad para apreciar el momento presente?
En el entramado del pensamiento contemporáneo sobre la productividad y el uso del tiempo, las palabras de Tim Ferriss “El objetivo no es necesariamente hacer más cosas, sino hacer las cosas correctas”, nos invitan a una profunda reflexión. Su mensaje, resonante y poderoso, trasciende la simple admonición contra la pérdida de tiempo, guiándonos hacia una comprensión más matizada del equilibrio entre el trabajo y la vida. Esta visión desafía la noción tradicional de tiempo como una mera herramienta de productividad, sugiriendo en cambio que lo consideremos como un lienzo en el que se dibuja la rica y compleja experiencia humana.
En esta búsqueda de equilibrio, el aburrimiento emerge no como un enemigo, sino como un aliado inesperado. Sandi Mann, en su obra ‘El arte de saber aburrirse’, argumenta convincentemente a favor de los aspectos positivos del aburrimiento. Lejos de ser una mera pérdida de tiempo, el aburrimiento puede actuar como un catalizador, dando vida a momentos de humor, diversión, reflexión, creatividad e inspiración. En un mundo obsesionado con llenar cada segundo con actividades y estímulos, Mann nos recuerda la importancia de abrazar el vacío creativo que el aburrimiento puede ofrecer.
Esta perspectiva nos invita a reevaluar nuestra relación con el tiempo y el trabajo. En lugar de medir nuestra vida por la cantidad de tareas completadas o metas alcanzadas, podemos empezar a valorar los momentos de pausa, los interludios de reflexión y la apertura al descubrimiento que el aburrimiento proporciona. El aburrimiento, en su forma más pura, nos ofrece un espacio para respirar, para soñar y para reconectarnos con nosotros mismos y con el mundo que nos rodea.
Ferriss y Mann, desde sus respectivos ángulos, nos ofrecen un diálogo entre la eficacia, eficiencia y la introspección. Juntos, nos recuerdan que la verdadera riqueza de la vida no se encuentra en la acumulación de logros y éxitos, sino en la habilidad de vivir plenamente cada momento, ya sea en las ventajas de la actividad frenética o en la quietud contemplativa del aburrimiento. En este lienzo del tiempo, la vida se revela no solo en los trazos de la productividad y el logro, sino también en los espacios en blanco, donde la imaginación y el alma tienen espacio para respirar y expandirse.
Estamos siendo testigos de un cambio paradigmático en la manera en que la humanidad percibe el trabajo y su propósito en la vida. Esta transición nos aleja de una era dominada por la mentalidad de “supervivencia de vencer” – una época donde la lucha por la supervivencia, desde la caza de animales hasta la competencia feroz en el mercado, estaba impregnada por un entorno VUCA y una cosmovisión militar. En esta visión, la estrategia era directa, enfocada en la confrontación y la victoria a toda costa.
Ahora, en la era post-pandemia, emergemos hacia la “supervivencia del ser” – un cambio hacia el propósito de vida, una reflexión profunda sobre el impacto de los productos y servicios en la sociedad y el medio ambiente. Esta nueva era se caracteriza por el contexto BANI, cuyo origen no es la guerra o lo militar, sino un enfoque antropológico que nos reconecta con la esencia de nuestra experiencia humana. BANI nos recuerda que existimos en un eterno presente, que somos seres espirituales dotados de sabiduría y amor, principalmente hacia nosotros mismos.
Ya no estamos en una época donde nos consumimos completamente por una empresa, sacrificando nuestro bienestar en el altar del trabajo. En su lugar, estamos aprendiendo a valorar más aspectos como el bienestar integral y a reconocer las pandemias silenciosas como el burn-out y el sedentarismo. Nos hemos vuelto más conscientes de que la revolución industrial trató a los trabajadores como máquinas, pero hoy estamos presenciando un relevo generacional en el que el trabajo se integra en nuestro estilo de vida sin definirlo completamente. Lo que realmente define nuestra existencia es nuestro propósito y la expansión de la consciencia (cósmica).
Las empresas de hoy son como cajas de cristal, analizadas y escudriñadas por las personas antes de decidirse a formar parte de ellas. La balanza de poder entre empresa y trabajador se ha equilibrado más que nunca; trabajar en una empresa ya no se percibe como un lujo, sino como un derecho a elegir dónde y cómo queremos invertir nuestro tiempo. Este cambio fundamental refleja una evolución en nuestro entendimiento colectivo del trabajo, una transformación hacia una era donde lo que verdaderamente importa es encontrar y vivir nuestro propósito, en un entorno laboral que respete y fomente nuestra humanidad integral.